Cómo conocí a Ana.


Mientras me tomaba un café, le vi entrar. Era un señor mayor de setenta y tantos. Tenía el pelo lacio y anaranjado, de tanto teñírselo, del que sobresalían mechones canosos. Iba agarrado del brazo de su presumible mujer, con el mismo color de pelo y similar edad. Entrecerrando un poco los ojos era difícil saber quien agarraba a quien del brazo. Lentamente se dispusieron ante la máquina tragaperras. Mientras el hombre apretaba los botones con toda la fuerza que su cuerpo ajado le permitía, la mujer permanecía observante. A veces le señalaba con un dedo tembloroso a qué botón le tenía que dar. La máquina les agradeció la compañía y les otorgó 20 €. La pareja continúaba jugando, hasta que se quedaron sin nada, sin el premio y sin el dinero que traían. Entonces lentamente se marcharon por donde habían venido. Me terminé el café y el periódico y dejé unas monedas en la barra como pago, mientras los currelas que desayuban a mi lado hablaban de Trosky y Stalin.

Al volver a por un café al día siguiente, me tropecé en la acera de en frente con una cartera de cuero negra en el suelo. Miré a los dos lados de la calle y la recogí. No había dinero dentro, solo unos carnets y unos vales de supermercado. El DNI era de los antiguos, así que me llamó la atención. Antonio Lahoz Hornos. Me sonaba el tipo de pelo naranja de la foto. Era el abuelo de la máquina tragaperras. Busqué la dirección que figuraba en el carnet con ayuda de mi teléfono inteligente, era un par de manzanas de allí. Me pareció entrañable la pareja así que me dispuse para mi buena acción del día, está bien, del mes.

Como todas las casas de alrededor, el número 15 era un edificio de tres plantas, con un color ocre crudo de fachada. A un lado del portal había una tienda de libros independentistas y al otro una tiendecita de muebles antiguos. La puerta era metálica con tres o cuatro vidrios alargados de arriba a abajo y un gran tirador con forma de boomerang.
- ¿Quien?- dijo una voz ronca por el telefonillo.
- Verá, se le ha caído la cartera en frente del bar y la he encontrado.
Sonó el zumbido de apertura de la puerta y la tuve que empujar con el hombro para entrar. No había mucha luz dentro. A duras penas pude discernir las escaleras delante mío. Me giré en busca de un interruptor. Lo presioné, pero aquel lugar tragaba la luz. No había ascensor, así que comencé la ascensión al tercer piso por las estrechas escaleras de madera astillada. Las paredes estaban completamente desconchadas. Tenían ronchones grises, marrones y negros, además de un incontable número de diferentes manos de pintura. Por no decir que no me atrevía a posar la mano en la barandilla. Parecía un edificio abandonado, abandonado a su suerte. Todavía se podía leer "planta primera", escrito a brocha gorda en rojo en la pared del rellano. "Planta segunda" apenas se podía leer. En la planta tercera se acababan las escaleras y el edificio. El timbre de la puerta 2 era negro, pequeño y cilíndrico, con un embelledor circular. Cuando lo apreté, antes de que sonase, se podía oir el plástico del interruptor quejándose. El hombre del pelo naranja abrió la puerta unos 3 cm, hasta que la cadena no dejó abrirla más y la puerta dió un golpe.
- La cartera. - me murmulló el hombre.
Su actitud me pilló desprevenido. "De nada" le contesté. Y le pasé su preciada cartera a traves de la rendija. El hombre cerró la puerta con un golpe seco. Me quedé mirando fijamente la puerta un par de segundos. 

Al darme la vuelta, oí voces en el interior, discutiendo. La puerta se volvió a abrir, esta vez sin la cadena.
- ¿Que quiere un café? - me preguntó Antonio cabizbajo - Gracias por la cartera - añadió con su voz de fumador.
- Encantado, siempre apetece un café. - respondí sonriendo.
La casa era muy luminosa. Justo delante de la puerta se extendía el largo pasillo hasta el fondo lleno de ventanales en la parte la derecha. A la izquierda estaban las habitaciones. El suelo era de piedra con decoraciones en mosaico. En el recibidor había una mesa de cocina rectangular rodeada de tres sillas. El hombre se sentó despacio delante mío.
 -¿Quiere leche en el cafe? - me preguntó.
- Si puede ser sí.
- ¡Ángela, con leche! - bociferó. Y enmudeció.
Me quedé mirandole un par de segundos y ante la incomodidad, me senté en la silla justo delante mío y miré por el ventanal. La vecina del edificio de en frente, atabiada con su bata azul de hacer las tareas, estaba colgando las sábanas en el tendedero.

Oí unos pasos arrastrándose y una taza tambaleándose. Era Ángela con el café. La taza era pequeña y de cristal y con un platillo a juego, donde reposaba con un par de terrones de azúcar y una cucharilla. Como pudo, lo dejó encima de la mesa y sonrió. "Gracias", le dije. Se volvió hacia la cocina. Sumergí lentamente un terrón en el café, ante la atenta mirada de Antonio. Me gusta ver como el azúcar absorbe el café y éste se queda dentro sin salida, hasta que finalmente lo suelto, y el azucarillo se deshace dentro del café. Le dí un par de vueltas con la cucharilla y pegué un sorbo. Sabía a que Ángela había colado el café con la bayeta de los platos. "Está muy bueno", le dije al hombre que permaneció en silencio. 

La mujer volvió más tarde con un plato de loza lleno de pastas de manteca. "No hacía falta" le espeté con una sonrisa falsa. Pero dejó el plato en la mesa y se sentó sonriente a mi izquierda. Me observaba mientras daba otro sorbo al café intentando contenerme las muecas espontáneas. Después de inspeccionar las pastas secas, me decidí por una que tenía una almendra encima. La sostuve con dos dedos y le pregunté "¿Las ha hecho usted?". Fue Antonio quien me respondió: "No, que va, son de caja". Ángela le miró de reojo incriminatoriamente. Le dí un mordisco y se deshizo enseguida en mi boca, era como arenisca, pero en empalagoso. Miré el interior de la masa y me pareció ver algo viscoso en el interior. Me fijé meticulosamente y eso se movía, se revolvía mejor dicho. Levante los ojos hacia Ángela y ella me sonría. Antonio estaba serio, conformándose con que me tomase mi café y saliese cuanto antes. 

"Muy buenas las pastas también señora", le dije. Me volvió a responder Antonio: "Las tenemos por si vienen invitados". Yo me empezaba a preguntar que hacía allí. Cada vez que daba otro mordisco a la eterna pasta, mandaba mensajes a mi lengua que durante unos minutos cortase la corriente de las papilas gustativas. Terminé por fin, mi café y me excusé, "Me tengo que marchar". La mujer mostró cara de decepción. Se levantó cuidadosamente y me acompañó un par de pasos hasta la puerta. "Otra vez cuidado con la cartera, guárdenla bien dentro del bolsillo", les dije. Me despedí, "Gracias por el café", mientras pasaba por el umbral de la puerta. "Gracias," me susurró Ángela cerrando la puerta. 

Así, me encontraba de nuevo en el pasillo oscuro, esperando acordarme cómo salir del edificio indemne. Cuando por fin descendí hasta el portal y salí a la calle, no pude más y vomité allí mismo, a un lado, en una jardinera antigua que había como decoración delante de la tienda de muebles antiguos. Y ante la mandíbula caída de Ana, la dependienta.

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