Aquí abajo

"A la izquierda, al fondo del pasillo, bajas por las escaleras hasta abajo y es el número 64". Así que seguí las instrucciones al pie de la letra. Giré a la izquierda y caminé por el pasillo vacío del edificio. Descendí uno por uno los escalones y continué caminando entre puertas. En cuanto vi mi número, me senté en un banco metálico que había en la pared de enfrente. Saqué el móvil de mi bolsillo y comprobé que no había cobertura. Mal lugar para esperar. Guardé el aparato en el bolsillo delantero del pantalón. No me había dado cuenta, pero la luz era muy tenue. Había un par de luces empotradas en el techo que se estaban muriendo. Tenían ese color amarillo manchado, un amarillo oscuro. No había nadie esperando. Ni siquiera para las otras salas. Reposé mejor mi culo y suspiré.
La manilla de la puerta era negra, de plástico. Había sentido el manoseo de múltiples personas y había cedido un poco, apuntaba ligeramente hacia abajo. Seguro que no había presupuesto para cambiarla. Más bien había presupuesto, pero la empresa no había querido cambiarla para ahorrarse unos euros. En la cuenta de resultados, esos euros aquí y allá le daban un resultado muy pintón. Me dejé la nota mental de no tocarla en cualquier caso, daba un poco de grima. La puerta donde estaba colgada era de un gris oficina. El esmalte estaba desquebrajado por varios sitios. Sobre todo en la parte de abajo. Parecía que en algún momento había habido humedad, alguna inundación leve. Miré mis zapatillas negras mientras levantaba y bajaba la punta del pie haciendo un ruido sordo. No había agua en el suelo. Quizás el agua había ido hacia un piso inferior. Miré hacia las escaleras y no bajaban otro piso más. Pero si que vi a una señora que bajaba cuidadosamente los escalones con su bastón, de uno en uno. Poco a poco, se aproximó hacia mí y se detuvo. Se sacó temblorosamente un papel del bolsillo. Lo miró fijamente. Luego giró la cabeza hacia la puerta contigua a la mía, la 63, y se dejó caer a mi derecha. Ni alzó la vista para ver si no se sentaba encima mío. Olía a perfume antiguo, piel muerta y pañuelos de seda. Contuvo un pequeño atisbo de tos. Lo raudamente que pudo, metió su mano en el bolso marrón que llevaba y sacó un pañuelo de tela. Tosió de nuevo. Se pasó un poco el pañuelo por la boca y comenzó a toser más. Cada tos era más y más seca. "¿Se encuentra bien?", le pregunté. La señora me apartó con el brazo mientras seguía tosiendo y poniéndose el pañuelo en la boca con la otra mano. Expidió una gran tos final y volvió al bolso del que rescató un caramelo de eucalipto. Lo desenvolvió y se lo echó a la boca. Todo el pasillo estaba en silencio, después del recital. Se empezó a oir unos golpecitos secos. Era el caramelo de menta cada vez que chocaba contra la dentadura. Era un ruido que producía escalofríos. Repentinamente, se abrió la puerta 63 con un sonido estridente que producía al rozar contra el suelo de loza. Una mujer seria salió por la puerta: "¿Doña Fátima Urnieta?", dijo en voz alta mirando a los dos lados del pasillo. Mi vecina de banco agarró su bastón con las dos manos todo lo fuerte que pudo y se incorporó. "Pase, pase", le apresuró la mujer. La puerta se cerró tras la anciana. Fue cuando me di cuenta que los números de plástico duro atornillados en la puerta, que formaban el 64, no estaban bien puestos. El seis estaba un poco más alto que el cuatro. Pensaba que posiblemente fuera la fuente. A veces, en algunas el 6 está un poco más arriba y el 9 un poco más abajo, pero viendo el lugar, parecía más que en su día no pusieron esmero. No se habían molestado en lanzar una línea y ponerlo a la misma altura. Además parecía como que habían repasado los números con pintura blanca. Seguro que tenían a un manitas en nómina. Una persona que lo mismo les desatascaba los baños, que arreglaba las puertas, que limpiaba el sistema de ventilación. Si había 64, por lo menos habría unas 70 puertas que mantener, mas las de los baños, la de la entrada... No sabía si el edificio tenía puertas anti-incendios. En edificios donde hay un gran trasiego de gente son recomendables. En el caso que hubiera un incendio, el sótano es un buen lugar donde estar, el fuego sube hacia los pisos superiores junto con el humo. No tendría que hacer como en las películas que se suben al tejado para pedir que les rescate un helicóptero, mientras el edificio permanece rodeado de camiones de bomberos y coches de policías todos con las luces de emergencia dispuestas. Hacía tiempo que no se oía sobre ningún incendio. ¿Y si ocurría allí mismo? Era una posibilidad, las puertas parecían muy inflamables. Seguro que ardían y te da un colocón de esmalte de pintura y te desmayas. Luego mueres carbonizado. Mejor no pensar en esas cosas. Me entrelacé las dos manos. Me observé las palmas y me dí cuenta que la mano izquierda tenía más pliegues que la derecha. Era como si mi mano izquierda fuese más vieja que la derecha. ¿Era eso posible? Probablemente, igual sin querer, uso más la parte izquierda del teclado que la derecha. En la izquierda, están la "a" y la "e", que están en casi todas las palabras. Aunque a la derecha están la tecla "enter" y los signos de puntuación.
Por fín se oyeron unas voces detrás de la puerta. No se distinguía que se decían, pero sonaba a despedida. Reposicioné un poco las nalgas, impresas ya con el patrón de la rejilla del banco. Me intenté poner un poco de pelo sobre mis entradas y levanté un poco los hombros. La puerta se abrió. Apareció una mujer vestida de traje oscuro con falda y se detuvo en el vano. Llevaba los ojos llorosos. "Tranquila, ya sabes, nos volvemos a ver dentro de dos semanas", dijo una voz desde dentro de la sala. Apareció una mujer madura de pelo inmenso color castaño que le consolaba: "Recuerda hacer todo lo que te he dicho.. se trata de constancia", le apuntilló. Iba dispuesta con un vaporoso vestido oscuro largo hasta los tobillos. Estiró el cuello para recorrer el pasillo visualmente y me vió. "¿Eres Mikel? Pasa, pasa", me dijo mientras volvía para el interior.
Me incorporé y me estiré un poco haciendo un poco de ruido gutural. Dejé que la ejecutiva se alejara lentamente por el pasillo y fuí con decisión hacia la puerta. Llegué al umbral y así la manilla para cerrar la puerta. "¡Joder!", grité mientras la soltaba con una agilidad envidiable.

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